sábado, 5 de mayo de 2012

El VIH es una consecuencia del pecado universal y no el castigo de Dios a personas individuales.


Una de las mayores barreras para el trabajo de las iglesias con personas con VIH y SIDA es la creencia incorrecta de que el VIH es un castigo divino por la manera en que estas personas viven sus vidas. Cuando el VIH comenzó a propagarse en los años ’80, lo hizo principalmente entre ciertos grupos de personas, incluyendo a hombres que tienen relaciones sexuales con
hombres, personas que se dedican al negocio del sexo y personas que se inyectan drogas. Esto ha llevado a ver al VIH como un castigo de Dios hacia esos individuos.
Sin embargo, el VIH nos afecta a todos de alguna manera y, hasta cierto punto, todos corremos
el riesgo de contraer el VIH. En el capítulo 3 de Génesis, Adán y Eva deciden que quieren vivir su vida a su manera y le dan la espalda a Dios. Esto quiere decir que se dañan las relaciones con Dios, con uno mismo, con otros y con la creación. Las consecuencias del pecado incluyen sufrimiento, enfermedades, pobreza y explotación.
Todos somos vulnerables al contagio del VIH porque vivimos en una sociedad caída. 
Por ejemplo, la pobreza puede empujar a las personas hacia prácticas que las expone más al
contagio. Los conflictos armados pueden aumentar la probabilidad de contraer el VIH por violaciones o transfusiones de sangre. En algunos países el bajo estatus social de las mujeres
puede llevarlas a ser explotadas sexualmente.